Semillas de Eternidad
- Cami Pardini
- 5 may
- 2 Min. de lectura
Hace unos días me encontré con estas palabras:

“De mi cuerpo descompuesto crecerán las flores, y yo estaré en ellas. Eso es Eternidad.” de Edvard Munch.
Me hace pensar en el murmullo silencioso del ciclo vital: una danza incesante donde el fin de una forma abre paso al florecer de otra. La muerte, lejos de ser un punto final, se convierte en semilla. En ese sustrato fértil de la materia que dejamos atrás, la vida renace de maneras insospechadas: pétalos de colores, el zumbido de los insectos, el canto de las aves... Así se revela la ciclicidad de la existencia, donde cada átomo de nuestro cuerpo regresa al tejido vivo del planeta, contribuyendo al esplendor de nuevas generaciones de seres.
Este retorno a la tierra ilustra la profunda interdependencia de las especies. Nuestro cuerpo no se desintegra de forma aislada, sino que nutre hongos y bacterias que, a su vez, descomponen y liberan los nutrientes esenciales para las plantas. Estas plantas sostienen a herbívoros, que nutren a carnívoros, y así se teje una compleja red de relaciones en la que todos dependemos de todos. Como un gran tapiz, cada hebra es necesaria para sostener la integridad del conjunto. Reconocer esta interconexión nos invita a respetar cada forma de vida: desde el diminuto microorganismo hasta el majestuoso roble centenario.
Amar y cuidar el mundo que nos rodea es, en realidad, amarnos y cuidarnos a nosotros mismos. Si contaminamos los ríos, alteramos los ciclos del agua que riegan nuestros campos. Si talamos bosques indiscriminadamente, privamos al aire de la pureza que respiramos. Cultivar la empatía ecológica —comprender que nuestro bienestar está unido al de la biosfera— nos impulsa a adoptar gestos cotidianos de respeto: reducir residuos, proteger hábitats, optar por consumo consciente. Así sembramos, en nuestro entorno y en nuestro interior, el vínculo amoroso que nos sostiene.
Estas palabras nos ayudan a reconocer la transformación material y energética que ocurre necesariamente tras nuestra partida. La “eternidad” aquí es un concepto poético que alude a la continuidad de los procesos naturales, no a un destino de la conciencia. Es un llamado a aceptar la impermanencia sin angustia, a encontrar consuelo en el hecho de que la materia que fuimos seguirá viva, de formas inimaginables, formando parte de un ciclo mayor.
En nuestro pequeño cuerpo late, desde el primer aliento, la promesa de este gran retorno. Cada acto de amor hacia la naturaleza —una flor regada, un sendero protegido, un gesto amable a otro ser vivo— es un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia nuestro lugar en el cosmos. Al final, las flores que broten de nuestra descomposición serán testigos silenciosos de que, en la tierra, somos semilla eterna.
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